martes, 1 de marzo de 2016

Las Crónicas de MJ: HAMLET de Miguel del Arco


¿A qué vamos al teatro? ¿Qué esperamos del trabajo artístico que se expone? ¿Con qué objeto aventurarse a representar aquellos iconos sagrados e irrepresentables? ¿Hasta qué punto hemos cosechado una serie de prejuicios con respecto a lo que debería ser la representación de obras tan magníficas como “Hamlet” o autores tan geniales como Shakespeare? ¿Es lícito repetir como un loro lo similar en cuanto a puesta en escena y encarnación de personajes? ¿Hay límites para la reinterpretación, o es más provechoso lanzarse hacia donde la intuición nos guía, hijos de nuestro tiempo ya, para hacer nuestro lo que nos contiene y nos trasciende?



Miguel del Arco es un “Kamikaze”. No le pidáis medias tintas, no sabría hacerlo. Su mente consume y genera pensamientos a una velocidad de vértigo. Así se comprende, al escucharle hablar del proceso de creación, de las fuentes en las que ha bebido antes de seguir sus impulsos y tomar sus decisiones. Expertos y filósofos, de Harold Bloom a Montaigne o Nietzsche. Lo necesario para acercarse lo más posible al pensamiento de Shakespeare, a la idea de la totalidad de la obra elegida. E, inmediatamente después, la perspectiva contemporánea, la suya, la exclusiva de Miguel del Arco, versionando incluso el texto. Esto es arriesgado y auténtico.

El arte teatral debe ser una herramienta para despertar conciencias, y no otra cosa. Incluso sacrificando a la Ofelia de las florecillas y la mirada perdida. En las propuestas artísticas de Miguel del Arco parece primar la dimensión esencial del ser humano, pero también la social o la política, pese a su predisposición a lo sensible. De lo que sí huye, creo yo, es de la sensiblería y lo mojigato, de recoger lo muerto para resucitarlo tan solo por emocionar. Elige hacernos pensar, aunque no renuncie a emocionarnos. Y yo se lo agradezco.

Prefiere hacer suyas las criaturas imaginadas por el autor y generar sus propios mundos paralelos, sin miedo al rechazo fruto de la incomprensión. Busca otro ángulo en el que también nos identifiquemos, otra perspectiva, que investiguemos con él para encontrar algo nuevo, si cabe.
Pero Miguel del Arco es solo la cabeza visible del equipo de “Kamikazes”. Siendo testigo de un ensayo técnico, pude comprobar hasta qué punto y con qué exactitud los actores se implican también en cuestiones, por ejemplo, de arquitectura escénica, siendo ellos mismos los que se encargan de trasladar o manipular elementos de la escenografía durante la función, trasformando el espacio escénico en lo que dura un suspiro. Un elenco tan cohesionado que funciona como una entidad única, al servicio de lo que en cada momento demanda la puesta en escena de la obra. Igualmente el equipo artístico que el equipo técnico, según declaraciones del propio director.




Este montaje de “Hamlet” es obra de ingeniería, un mecanismo perfecto que genera un ritmo y un tempo que nos atrapa, nos vapulea, nos va soltando poco a poco y nos deposita en la orilla de nuestra vida, de nuevo. La arquitectura de esa trampa de la realidad construida sobre el lugar de los sueños y las pesadillas, la ratonera del tiempo inexorable, el que nos corresponde, el que se agota. Y como colofón, la llanura de la tierra y el precipicio de la tumba.
Si nos sobreponemos a los terrores y a las penas, sobrevendrá lo reflexivo, podremos morir dignamente, parece querer decirnos del Arco por boca de Hamlet. Es preferible morirse uno a que le den muerte violenta tras haber matado. Pero ¿quién elige su destino?

Sea cual sea la circunstancia adversa y nuestro estado vital, permanece siempre algo en nosotros que nos conecta a lo esencial, hijos de la naturaleza que nos circunda, que nos contiene y nos ignora. La vida regenerándose hasta el infinito, siendo el ser humano prescindible. El director, a través de imágenes proyectadas, nos envuelve en atmósferas externas que nos conectan directamente con sensaciones. Las de Hamlet, perdido en lo ilimitado de su intelecto herido, del temblor de su mente prodigiosa, que necesitaría inventar una realidad paralela para lograr soportar el dolor por la muerte de su padre, para tolerar de algún modo la obscenidad que le supone que el mundo siga girando y no se desvíe un ápice de su órbita precisa, que se sigan sucediendo los días y las noches, que cambien las estaciones, que tras cesar la lluvia llegue la nieve.



Lo sensorial en el montaje contrasta de tal modo con las acciones de los personajes, que eleva lo que acaece en pos de lo sublime. Los fuegos, que no pueden ser más que artificiales en el recuerdo de esa boda entre la viuda y el asesino. Y los matorrales de espino que se entrelazan y crecen, cercando Elsinor. Nos resulta hermoso contemplar a Ofelia lamentarse de la locura de Hamlet bañada en una lluvia de luciérnagas o estrellas. O sumergir nuestra retina en la superficie de un agua que nos perturba dulcemente, mientras la Reina describe la muerte de Ofelia.

También la música juega, tanto en la cadencia del texto pronunciado como en las armonías propias del espacio sonoro externo que lo acompañan. Y, mientras la función respira, nos trasportamos a la infancia escuchando la canción que tararean actores  que hacen de actores, preparándose para el juego dentro del  juego. Y la coexistencia de un violín contra música vulgar de nuestros tiempos.
Todo ello para mayor gloria del Príncipe, resucitado en la calle Príncipe, sobre un escenario que resuena y reverbera como ninguno, el Teatro de la Comedia. El Príncipe Hamlet fingiendo no ser el único real entre tanta máscara, también las nuestras, “espectadores pálidos y mudos” que le miramos. Le vemos sufrir, dudar, pensar. El ser o no ser del Príncipe, tan hondamente encarnado en ese físico imponente y extraño de Israel Elejalde, mutante a nivel de alma camaleónica, proyectado hasta nuestra penumbra palpitante como una flecha imposible de evadir. Fui traspasada multitud de veces por el agudo ingenio ¿del actor o del Príncipe? ¡A quién le importa! Fui traspasada, eso baste. Me estremecí, me emocioné, quedé perpleja como una interrogación recurrente que no se contenta de serlo.




Y no es que los demás seres de Elsinor no mantuvieran su propia idiosincrasia, es que todos ellos fueron, la otra tarde, instrumentos precisos para encumbrar el intelecto privilegiado de Hamlet. Hay más momentos exclusivos, sin embargo. Los actores deslizándose como reptiles de entre los mantos de los reyes, ironía digna del propio rey de los ingenios. Es destacable igualmente el tratamiento de la escena en la que el rey usurpador pretende mitigar su culpa rezando. Se asemeja aquí el monarca a un sacerdote tras el púlpito, con una enorme cruz luminosa cubriéndole las espaldas, o más bien acechándole. Ya Shakespeare se preocupó de que Gertrudis  tuviera la oportunidad de lavar su culpa con un llanto amargo; ahora Miguel del Arco consigue que la cama donde ha sido subyugada por el placer, sobre la cual su hijo la enfrenta a sus miserias, sea engullida por el tiempo y se trasforme en tumba. Maravilloso efecto. ¡Y qué decir de la pelea de esgrima impecable y de los actores que la ejecutan! O de cómo varios actores se diversifican en distintos personajes sin romper la convención teatral en absoluto, muy al contrario.




Sumemos también el sacrificio de Ofelia. Se nos presenta una mujer de nuestro tiempo en la corte de Elsinor. Inteligente, alegre, vitalista. Un amor puro el suyo, intenso, entregado. Amante comprometida que intenta advertir y salvar a su amado. Un ser de luz que se ve arrastrado por lo circunstancial y lo prodigioso, mitad por mitad, quedando desubicado entre las sombras que lo oscurecen todo. Lo previo a su locura, me impulsaba a enamorarme aún más del mito reencarnado. Pero su enajenación me resultó ajena a mi concepto del personaje. No comprendí su salida de tono, quedé ofuscada al verla con su vestimenta estrafalaria, cantando poemas como si se tratase de vulgaridades de rabiosa actualidad. Me produjo rechazo, no conmiseración. Aún estoy en shock. A eso me refería en una de las cuestiones del encabezamiento de esta crónica: tenemos prejuicios. Hay que dejarse sacudir y olvidarlos. Hay que atreverse a escuchar a los que piensan por sí mismos. Hay que liberar el pensamiento. Dudemos, señores, dudemos… No seamos tampoco frente a los que alcanzan la cumbre como Polonio, aduladores que dicen ver en las nubes las formas que sean precisas solo por dar la razón al que está por encima de nosotros. Hay tanto de eso, estamos rodeados. Y, tristemente, nos contaminamos. Hagamos un esfuerzo, tengamos criterio propio, aunque esté equivocado.




 Tal vez lo que realmente nos produce la locura no fingida sea precisamente ese desapego del loco, ese rechazo. Esto lo pienso ahora, aunque no estoy segura. Para mí, se desvirtúa lo esencial en Ofelia. No  me parece que haya que utilizar una perspectiva tan en relieve, porque creo que lo que se consigue así es que la sensibilidad del público se desconecte de la empatía con el personaje. En todo caso se divierte al verle, cuando es trágico lo que le ocurre. Es cierto que la locura tiene algo de eso también, que uno no sabe si reír o llorar al contemplarla. Y que el resto de los personajes en escena mantenía el tono de tragedia. También es verdad que esa forma de ver a Ofelia interesa a los espectadores más jóvenes, doy fe. Aún no tengo conclusiones. Estoy pensando en ello y en lo que Shakespeare quiso decirnos al respecto, eso es lo importante.

Claro que, he sido una privilegiada, ya que he podido iniciar mi senda reflexiva directamente de la mano de Miguel del Arco. Tuvo a bien desentrañar sus motivos artísticos la otra tarde, tras comprobar mi perplejidad en este asunto de Ofelia. Nos reunimos con él por segunda vez los participantes de “Buscando a Hamlet”, actividad cultural de “Escuela Errante” que promueve la revista digital “Fronterad”. Fue un placer y un privilegio charlar con él, como digo. No le pierdo de vista, a Miguel del Arco. Continuaremos siguiendo estelas, buscando y, sobre todo, dudando. Es decir, pensando.

                                                                          MARÍA JOSÉ CORTÉS ROBLES



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